AMAZONÍA PERUANA

Todos los secretos de la selva se escuchaban y se olían. Sabíamos dónde estábamos pero no entendíamos su mundo oculto. Pronto comprendimos que aquel lugar era esencial para La Tierra, que verdaderamente era un pulmón, que latía como si de un corazón de tratase. Que era el motor del mundo. Que emanaba vida.

Surcar el río Madre de Dios para acabar en una canoa de madera por riachuelos donde se mezclaban las ramas con las aguas, era una estrategia pura para alcanzar el más bonito de los lagos: el lago Sandoval. En sus aguas se reflejaba perfectamente la selva y en ellas veíamos el principio de nuestro primer contacto con el Amazonas. Millones de tonos de verde cortaban la unión del agua y el cielo. Lo más llamativo era pensar en la vida que había debajo de nosotros y, sobre todo, lo que encontraríamos nada más entrar en aquella masa verde donde daba la sensación de que, una vez dentro, jamás se encontraría la puerta de salida.

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Lo más bonito que encontré en aquel lugar a mi llegada fue la puesta de sol. Tras los árboles que se encontraban en el lado opuesto del lago en el que estaba sola, bajaba una luz muy intensa llenando el cielo de colores. En ese momento el verde dejó de ser protagonista. Lo cierto era que me acompañaban cientos de especies, entre ellas varios depredadores (el atardecer era su despertador). Esas vidas que estaban conmigo, que sentía pero no podía ver, emitían sonidos. Rugidos. Y evidentemente le pusieron punto y final a mi afán por contemplar en paz el bello espectáculo que estaba teniendo lugar. En pocas palabras: salí corriendo. Augustus se encargó de explicarme por qué no debía moverme sola por la selva, pero aún imaginándomelo antes, no pude evitar el descanso de los demás para escaparme a buscar algo que me uniera con aquella vida que me rodeaba. Por un instante, pude encontrarlo.

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Las noches tenían más ajetreo que los días. Inevitablemente hay que conocerlas, así que con linterna en mano nos adentrábamos hacía el silencio de forma sigilosa para contemplar lo que se ocultaba durante el día. La admiración hacia aquellos que viven de la selva aumentaba. Conocían los lugares más recónditos y las especies de insectos más extrañas. Identificaban los olores y escuchaban con atención los sonidos. No se equivocaban. Un oso hormiguero sobre el árbol nos miraba escondido. Escorpiones letales nos alejaban de los troncos de los árboles con miedo. Tarántulas que decoraban ramas y polillas gigantescas que evitábamos para no acabar siendo su nido. Aun así, Augustus decidió que apagáramos las linternas durante un par de minutos, que respirásemos y que oliésemos. Que escuchásemos con atención. Verdaderamente, no logramos identificar lo que nos estaba ocurriendo, si sentíamos miedo mezclado con expectación o estábamos maravillados por lo que estábamos viviendo. El profundo sonido de uno de los depredadores más temido hizo que regresáramos a las cabañas: el jaguar se encontraba aproximadamente a unos 2 kilómetros de nosotros.

Somos muy afortunados: tenemos guardado en nuestra mochila uno de los amaneceres más bellos, uno de esos en los que no se ve nada. Donde la niebla te rodea y el rugido de los monos se te mete por los poros. Dentro de una canoa nos fuimos al lago a ver a las nutrias. El sonido de la raspa de pescado que se estaba comiendo una de ellas fue algo espeso y bastante entrañable. Los lobos de río jugaban en las ramas que se asomaban al lago y saltaban de su trampolín al agua para alimentarse. Es su momento, pues ya se han ido a su retiro los caimanes. La masa de niebla impedía que nos orientásemos en el lago, lo cual lo convertía en un momento aún más mágico. El sonido de dragones nos tenía aterrados hasta que supimos que se trataba del despertar de los monos. Del agua salía humo, como si estuviera ardiendo. Y es que en realidad quemaba.

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Los árboles milenarios formaban laberintos con sus viejas raíces. Te cogían con sus brazos y te elevaban hasta lo alto, sin llegar a ver la copa. Las lianas me columpiaban sacando mi lado más infantil. Despojaban termitas y los beneficios de comérselas eran alucinantes. Eso hice, comerme un puñado de termitas vivas. Algunos frutos secos eran el hogar de larvas y gusanos. También me comí un gusano. En la selva hay que probarlo todo y tratar de mimetizarse con ella. No me gustó nada el olor a podrido que dejaba a su rastro una de las serpientes más venenosa de Sudamérica, que tenía el estómago lleno, pero yo no me fiaba. Qué pena no haberla visto.

El sol se estaba escondiendo; comenzaba de nuevo el espectáculo. Nos pilló en medio del lago y de repente el cielo empezaba a hacer magia. Veíamos los rayos del sol perfectamente. Fue uno de esos atardeceres que jamás olvidaré. Ya anocheciendo y apagándose la luz, nos observaban decenas de caimanes. Sus ojos amarillos brillaban intensamente y veíamos su cuerpo a la perfección. Es más, intuíamos su edad.

Dormimos tranquilos.

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